El Poder de las Palabras: Cómo lo que decimos puede transformar nuestra vida
Este artículo revela cómo las palabras que usamos —con otros y con nosotros mismos— pueden moldear nuestras emociones, decisiones y creencias. Basado en el libro El poder de las palabras, ofrece claves prácticas y profundas para hablar, pensar y vivir mejor.
Juan Manuel
3/2/20254 min read


¿Y si la clave para transformar tu vida no fuera algo externo, sino la forma en la que te hablas a ti mismo?
Imagina que tienes una herramienta poderosa desde que aprendiste a hablar. No es un dispositivo tecnológico ni una fórmula mágica. Es algo mucho más sutil y accesible: las palabras. Específicamente, el lenguaje que usas para interpretar tu mundo, tus emociones y, sobre todo, tu historia personal. Según la neurociencia moderna, ese lenguaje no solo describe tu realidad, sino que la construye. Y tú puedes reescribirla.
Mariano Sigman, reconocido neurocientífico, lo vivió en carne propia. A los ocho años, abandonó una carrera escolar y concluyó que no servía para el deporte. Esa creencia, aparentemente inocente, se convirtió en una etiqueta silenciosa que lo acompañó por cuatro décadas. No fue hasta los 48 años, pedaleando en bicicleta por las montañas españolas, que rompió con esa narrativa. Al subir la Morcuera en tiempo récord, exhausto pero eufórico, comprendió algo profundo: no era su cuerpo el que lo había limitado, sino la historia que su mente había repetido durante años.
Esta experiencia es más común de lo que creemos. A lo largo de la vida, formamos creencias a partir de eventos puntuales, y esas creencias se convierten en guiones que determinan cómo actuamos, cómo sentimos y qué decisiones tomamos. Lo más fascinante es que esos guiones no están grabados en piedra. Son editables. Y las palabras son la herramienta principal para hacerlo.
Muchas veces pensamos en la memoria como un archivo que almacena fielmente los hechos. Pero la neurociencia nos dice algo muy diferente: nuestra mente funciona más como un artista que retoca una pintura cada vez que la observa. Este fenómeno se conoce como reconsolidación, y significa que cada recuerdo puede ser actualizado. Es decir, no recordamos el hecho original, sino la última versión que creamos de él.
Esto abre una puerta enorme al cambio personal. Si podemos modificar la interpretación de un recuerdo, también podemos transformar cómo nos define. Cambiar el relato es, literalmente, cambiar una parte de nuestra identidad.
Aquí entra en juego una de las ideas más poderosas: las palabras tienen un efecto reflexivo. No solo comunican lo que sentimos, sino que modifican la forma en la que sentimos. Por ejemplo, decir “estoy nervioso” antes de hablar en público no solo refleja un estado; lo refuerza. Pero si reformulamos y decimos “estoy emocionado”, nuestro cuerpo interpreta esa emoción desde otra perspectiva, reduciendo la tensión y aumentando la energía disponible.
Esto no es autoengaño. Es neurociencia aplicada. Nuestro cerebro responde a los significados, no solo a los hechos. Y cambiar una palabra puede modificar la química interna que acompaña una experiencia.
En uno de los experimentos más impresionantes dirigidos por Sigman, 10,000 personas se reunieron en un estadio para resolver problemas en pequeños grupos. ¿El resultado? Las soluciones colectivas fueron consistentemente mejores que las individuales. Pero había una condición crucial: el entorno debía favorecer la escucha, la apertura y la participación genuina. En otras palabras, la calidad de la conversación determinaba la calidad del pensamiento.
Cuando se cumplen ciertas condiciones —grupos pequeños, mente abierta, respeto mutuo— la conversación se convierte en una especie de torre de control que regula los errores de razonamiento y amplía la visión de las cosas. En cambio, cuando esas condiciones fallan —como en redes sociales masivas— el diálogo se distorsiona y se transforma en conflicto.
Otra herramienta clave para el cambio interior es lo que Sigman llama granularidad emocional: la capacidad de nombrar con precisión lo que sentimos. La mayoría usamos términos generales —“triste”, “estresado”, “enojado”— como si viéramos nuestras emociones con lentes empañados. Pero cuanto más afinado es nuestro vocabulario emocional, más herramientas tenemos para gestionarlas.
No es lo mismo sentirse “abatido” que “melancólico”. No es igual “ansiedad anticipatoria” que “nerviosismo pasajero”. Aprender a identificar y nombrar con mayor precisión nos da claridad, y la claridad genera control.
El lenguaje no solo transforma recuerdos o emociones; también puede ayudarte a regular lo que sientes en el momento. Sigman identifica tres estrategias principales:
Distracción: útil para incomodidades menores, pero poco efectiva ante emociones intensas.
Inducción: crear estados deseados mediante palabras, gestos o rituales (como los atletas antes de competir).
Resignificación: la más poderosa. Consiste en reinterpretar lo que sentimos. El miedo puede convertirse en emoción por el reto. La tristeza puede ser una señal de que algo necesita atención, no un pozo del que huir. La ira, bien canalizada, puede ser motor de cambio.
Estas técnicas no requieren años de terapia. Solo atención, lenguaje y voluntad de mirar dentro.
Uno de los aspectos más reveladores del trabajo de Sigman es la relación que tenemos con nosotros mismos. ¿Te has fijado en cómo te hablas cuando cometes un error? A menudo usamos palabras duras, incluso crueles, que jamás le diríamos a un amigo. Sin embargo, ese diálogo interno moldea nuestra autoestima, nuestras decisiones y hasta nuestra salud física.
Practicar autocompasión no es darse excusas. Es reconocer la humanidad compartida: erramos, pero seguimos aprendiendo. Estudios muestran que quienes se tratan con más comprensión son más resilientes, más sanos y más felices. La clave está en cambiar ese monólogo crítico por una conversación interna más amable y honesta.
Lo más esperanzador de todo esto es que el poder transformador del lenguaje está al alcance de todos. No necesitas tecnología, dinero ni entrenamiento avanzado. Solo necesitas tomar conciencia de cómo usas tus palabras —con otros y contigo mismo— y empezar a elegir con más intención.
La próxima vez que te sorprendas diciéndote “no puedo”, “siempre fallo”, “no soy suficiente”… detente. Respira. Reformula. Pregúntate: ¿qué pasaría si cambio la historia que me cuento?
Tu cerebro te está escuchando. Y tu vida también.
¿Y tú? ¿Cuál es la historia que necesitas reescribir hoy?
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